12.2.08

Los amos del viento



Después de hacer los deberes de la escuela, los niños de mi barrio recorríamos en bicicleta las mágicas siestas del verano. Nada nos gustaba más que meternos en las calles del campo donde florecían las arabias y los membrillos, bañarnos en las acequias entre las mentas y los espárragos, subirnos a las moreras a comer sus frutos oscuros y jugosos.


Cuando empezaba a atardecer nos sentábamos a la sombra de los altos carolinos de la casa de doña Elvira a escuchar sus historias fabulosas y repetidas y a observar los pájaros que se esponjaban las plumas como quien se prepara la cama para pasar la noche.

Doña Elvira, era una mujer de voz suave y con acento español, mientras nos convidaba bizcochos y servía té, nosotros la rodeábamos como pollitos.

¿Qué pájaro es ese que canta tan bonito?- Le pregunté una tarde que olía a tortilla de papas.
-Es una calandria, una cantante maravillosa, una descendiente de Galileo, el más valiente de los enamorados. ¿Quieren saber la historia de esos pájaros? Es muy bonita -nos dijo mientras se alisaba su vestido floreado.

Por supuesto que no hizo falta que se lo pidiéramos, ella ya sabía que nos moríamos de curiosidad.

"En una época, hace muchos, pero muchos años, las calandrias vivían prisioneras del viento. Si soplaba desde el sur, ellas no hacían más que abrir las alas como un barrilete y se dejaban llevar por sobre los prados, los ríos y los bosques hasta donde el suspiro loco de la tierra las quisiera dejar. Hasta donde el viento se encontrara con otro de dirección diferente, o exhausto, decidiera descansar y aquietara el aire.

Entonces, en ese momento de reposo, las bandadas de estos pájaros se desparramaban entre las copas de los árboles y cantaban, en coros dulces y tristes, sus visiones a las hojas.

En las tardes calmas, el espacio entre las ramas se llenaba de castillos musicales, con senderos y muros de sonidos. Las hojas extasiadas escuchaban las maravillas de otros lugares: de niños que no conocían los rabanitos; de una princesa fea casada con un príncipe feo; de un río que arrastraba piedras de color azul y les confundía el lugar del paraíso a los creyentes; de ciudades de maderas perfumadas construidas sobre el agua; de lugares de la tierra donde los cielos no se oscurecían en la noche y de otros donde el sol era como un durazno y no quemaba las pieles.

Las plantas, prisioneras de la tierra, escuchaban con nostalgia las novedades. Las flores se enamoraban y preparaban las semillas en su vientre de seda. Luego, de repente, volvía a soplar el viento de espíritu nómada. Las calandrias, que se habían hecho amigas de las hojas y de las flores, apretaban sus patitas a las ramas, tratando de demorar la partida, pero después de un rato, indefensas ante la fuerza de la correntada de aire, eran arrancadas de su lugar y volvían recorrer los bajos cielos y el amplio mundo, de océano a océano, de continente a continente.

Las primeras estrellas empezaban a posarse como alfileres luminosos en la tela del cielo. La Elvira movía las manos para mostrarnos el vuelo de sus sueños. A nosotros nos brillaban los ojos.

Los seres humanos esperaban ansiosos los vientos que trajeran esos pájaros de cantar dulce. Su llegada era considerada un buen augurio que causaba abundantes cosechas y amores felices. Por eso se sabían afortunados aquellos que, por lo menos, las habían visto alguna vez en la vida, aunque más no fuera como un momentáneo oscurecimiento del día, colmado del aleteo infatigable de la bandada arrastrada por los aires: una nube móvil de miles y miles de aves vagando por la tierra.

Entre todas ellas había un macho joven de pechera del color de la ceniza del álamo, ojitos como estrellas negras con cejas pintadas como un príncipe. Su larga cola tenía dos franjas negras como el azabache y una blanca como la nieve. Cuando cantaba parecía que el silencio era atravesado por cristales de luz. Volaba con otros machos en la delantera de la bandada probando las nubes y la oscuridad antes que el resto. Su nombre era Galileo.

¿Quien le puso ese nombre?-preguntó el Raúl que siempre andaba preguntando cosas raras.
-Sus padres, porque sabían que los que llevan ese nombre se adelantan a su época y descubren nuevos mundos para los que vienen después que ellos. Una tarde de fines del invierno, volando prisioneros del viento zonda, sobre una tierra poblada de jarillas y chañares, vio a una hembra de largas pestañas y pico color de una almendra madura. Su nombre era Anémona. Se deslizaba sin esfuerzo entre otras hembras, como si fuera una idea feliz. Parecía que el aire se abriera ante la suavidad de sus movimientos. Fue verla y sentir que el corazón, a Galileo, se le llenaba de copos de algodón.

Sin embargo, no podía salirse de la formación para acercarse a ella. Toda la tarde y la noche voló como imantado, mirándola y suspirando de amor. El viento no cesaba de soplar: loco, desatado, como persiguiendo el horizonte. Para cuando el lucero del alba se colgó del cielo como una gota de rocío e inició la decoración del planeta con millones de gotas de rocío colgando aretes de los pastos, de las flores y de las telarañas, Galileo tenía los ojos con el brillo del agua del amanecer. Y en el brillo, como en un espejo prodigioso, se reflejaba el cuerpo sutil de Anémona, una flor de plumas cenicientas, abriendo el aire, llenándolo de gracia. A la mitad de la mañana Galileo era un corazón de plumas en forma de flecha buscando el corazón de su amada.

Sus compañeros lo miraban extrañados: nunca un pájaro se había enamorado fuera de la época de celo y, mucho menos, en pleno vuelo. Eso iba contra el espíritu de la tribu.

¿Y ella?
-Ella iba distraída viendo como los campos y las ciudades se deslizaban bajo sus alas. Avistando a la gente como hormiguitas laboriosas. Fue una de sus amigas, Céfiro, la que le señaló el macho que volaba adelante, a la derecha, donde el viento era más arremolinado. “Galileo, el de ojos de carbón, te está mirando”, le dijo. Anémona, al principio, no le prestó atención, apenas si lo miró. Pero, después de un rato, sintió que su sangre se llenaba de copos de algodón cada vez que lo observaba, que sus plumas se cargaban de electricidad, que el aire era más suave de respirar. El cielo se le volvió más cielo.
- O sea que también se enamoró -dije
-Y cómo, y cuánto, y con qué fuerza! Cada nube que atravesaba y le ocultaba por un momento el cuerpo de su amado, se le hacía eterna.

Nosotros formábamos un círculo hechizado alrededor de doña Elvira. Hasta la tetera parecía escuchar. Mi madre estaría preguntándose porque no volvía a casa. Pero no me importaba demasiado.

El viento con el correr de la mañana se hizo más y más impetuoso. Para colmo, se encontró con uno que venía desde el sur, a gran altura, y frenético de alegría, tomo el impulso de un remolino. En el camino, el grupo se topó con un bando de palomas torcaces y algunas águilas, majestuosas y pacíficas que volaban en círculos solitarios. Las águilas nunca estuvieron presas del viento, saben?

La bandada en su jaula de aire navegaba cada vez más de prisa, llevada por el embrujo del viento. Aunque las calandrias estaban muy cansadas no podían detenerse ni por un instante.

Los ojos de Galileo se encontraron con los de Anémona. En ese momento, los dos sintieron que un lazo de pétalos los uniría para siempre. Un poder más fuerte que el viento, más incesante, los hacía invencibles.

El zonda cada vez soplaba más enérgico, más loco, un látigo de aire y polvo sobre el mundo. En ese momento Galileo distinguió, sobre un campo de alfalfa, allá abajo, un remolino de suculentas mariposas amarillas. “Voy a salir de la formación, voy a bajar a ese campo”, anunció. “Es contra las leyes” dijo Antinómico, el macho más viejo; “Es imposible” dijo Microcéfalo; “No quiero que lo hagas”, dijo Antagónico; “Morirás” dijo Epitafio; “Para qué salir de la formación?”, preguntó Cómodo.

Pero Galileo ya no escuchaba otra voz que la que le venía del centro del pecho, la que le mandaba a unir su vida a la de la bella Anémona. Hizo un movimiento con la cola y arqueándose en el aire plegó sus alas al cuerpo como había visto hacer a los halcones. Enfrentó al viento ante la exclamación aterrada de la bandada. Al principio se sintió un poco extraño, como si entrara en un agua levemente electrificada y tibia, pero después estuvo seguro: él podía, por el amor de Anémona, él podía… Se lanzó en picada. La tierra brillaba cada vez más cerca. Cuando llegó al campo de alfalfa, abrió un poco las alas para frenar y de un golpe de pico, atrapó la más exquisita de las mariposas para regalársela a su amada.

Remontó el aire nuevamente, pero la bandada seguía alejándose, alejándose, prisionera. Por mucho que aleteaba nunca la alcanzaría.

Entonces, Anémona que había visto todo con su alma de pájaro apretada de miedo, hizo un movimiento con la cola, arqueó su cuerpecito y desafió también al viento ante la exclamación aterrada de la bandada. “Esta loca” dijo Cuerda, la vieja dama; “Eso sólo lo hacen los machos”, dijo Sumisa; “Morirás”, dijo Agorera; “Te arrepentirás”, dijo una rubia de cuyo nombre no me acuerdo; “Ay”, suspiró Céfiro.

Pero ella en picada, a contraviento, voló hacia el bravo Galileo. La bandada azotada por el viento vio como los enamorados se encontraban sobre el campo lleno de luz, como danzaban un vals bajo el cielo, como sus picos se juntaban para compartir la amarilla mariposa del amor.

¡Carlos! Carlitos!- me llegó la voz de mi madre.
¡Acá estoy Mami, es un minuto nada más!. Ahí voy.
Asi fue la historia-dijo doña Elvira-. Desde ese día las calandrias llegaron a Mendoza para quedarse. Galileo y Anémona tuvieron muchos pichones, tan valientes y enamoradizos como ellos. Los otros integrantes de la bandada, sabiéndose libres del viento para siempre, pudieron elegir sus destinos. Algunos emigraron hacia otras tierras, otros se quedaron, encantados con nuestro sol y el perfume de nuestro campo. Los árboles y las flores llenaron de música su vida. Así pasa, chicos, el amor nos hace ver caminos en el aire, donde los demás no lo ven. Esos son los caminos que hay que recorrer.

Esa noche, las milanesas con papas fritas y las manos de mi madre acariciándome antes de dormirme, estuvieron maravillosas. Mis sueños estuvieron llenos de alas.

Poli Sáez