Imagenes de la Película "Ultimo Tango en París"
Cuando nos conocimos me dijiste “nunca llegué al tiempo del rock, me quedé en el tango”. Yo, por segunda o tercera vez esa noche, amé tu anacronismo: tu imagen como una zarza flamígera, como la punta de un ala, como los dedos morosos que surcan con languidez, casi con desmayo, el frío cristal de la superficie de los lagos del tiempo.
Aprendí entonces a reconocerte las vestiduras, todos los modos que adopta tu belleza de arquetipo, para encarnarse en su jornada en tierra: ese permanente renacimiento de tu perfil clásico, esa manera de desplazar el aire, de reemplazar el aire con la autoridad de tu olor a bosque, a humedad, a oscuras estancias donde se enmura el musgo. Quedarme a solas con vos es presenciar la eternidad en los días, es ver los movimientos de la fijeza, la suma, la pulsación de la especie. Tu voz, los movimientos de tus manos moldeando las ideas, tu forma de configurarte en el espacio cotidiano es la puesta en escena del misterio de la vida. Te contemplo, casi aterrado por tanta opulencia de lo perenne (yo nunca me voy a morir, has dicho), me fundo con vos como quien se sumerge en un río, en la luz difusa de la primer mañana.
Te palpo, procuro poseerte, con la ambición de quien procrea, de quien descubre para siempre las tierras de un continente secreto, vedado a los humanos. Sólo tengo mi cuerpo y mi mente, tan desnudos, tan adánicos, casi con la inocencia primigenia. De nada me sirven las elaboradas formas de mi vida anterior. Navegarte es revelarme, es desplegarme.
Sé que intuís de qué hablo, vos misma vas mostrándome los senderos que llevan a tu centro que es todas partes, todo tiempo; los mismos senderos que no podes recorrer más que hasta los umbrales del arcano porque vos también sos de carne que adoran los soles: porque has estado sola ante el infinito de tu ser.
Es inefable. Saberte es que te conozcas. Por eso estoy con vos: ante las olas. Mojándome los pies.
La palabra amor es un pájaro muriendo de frío en todas las estaciones. No describe. No contiene, adviene.
Hay un rocanrol ahí. Una música de tiempo electrizado.
Aprendí entonces a reconocerte las vestiduras, todos los modos que adopta tu belleza de arquetipo, para encarnarse en su jornada en tierra: ese permanente renacimiento de tu perfil clásico, esa manera de desplazar el aire, de reemplazar el aire con la autoridad de tu olor a bosque, a humedad, a oscuras estancias donde se enmura el musgo. Quedarme a solas con vos es presenciar la eternidad en los días, es ver los movimientos de la fijeza, la suma, la pulsación de la especie. Tu voz, los movimientos de tus manos moldeando las ideas, tu forma de configurarte en el espacio cotidiano es la puesta en escena del misterio de la vida. Te contemplo, casi aterrado por tanta opulencia de lo perenne (yo nunca me voy a morir, has dicho), me fundo con vos como quien se sumerge en un río, en la luz difusa de la primer mañana.
Te palpo, procuro poseerte, con la ambición de quien procrea, de quien descubre para siempre las tierras de un continente secreto, vedado a los humanos. Sólo tengo mi cuerpo y mi mente, tan desnudos, tan adánicos, casi con la inocencia primigenia. De nada me sirven las elaboradas formas de mi vida anterior. Navegarte es revelarme, es desplegarme.
Sé que intuís de qué hablo, vos misma vas mostrándome los senderos que llevan a tu centro que es todas partes, todo tiempo; los mismos senderos que no podes recorrer más que hasta los umbrales del arcano porque vos también sos de carne que adoran los soles: porque has estado sola ante el infinito de tu ser.
Es inefable. Saberte es que te conozcas. Por eso estoy con vos: ante las olas. Mojándome los pies.
La palabra amor es un pájaro muriendo de frío en todas las estaciones. No describe. No contiene, adviene.
Hay un rocanrol ahí. Una música de tiempo electrizado.
Poli Sáez